(28 de abril de 2023) El discurso completo de Martín Kohan para abrir la 47º edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
“De la Feria del Libro podría decirse, tal vez, lo que planteó alguna vez Walter Benjamin a propósito de las ciudades: que para conocerlas de verdad es preciso haber entrado en ellas y haber salido de ellas por los cuatro puntos cardinales. ¿Qué es lo que eso supone acerca de esta especie de ciudadela implantada transitoriamente (pero también regularmente) en un lugar impropio? Supone entrar y salir, haber entrado y haber salido, por la Avenida Sarmiento (la que siento como entrada oficial), por la calle Cerviño (la que siento, aunque elegante, como puerta de atrás o entrada de servicio), por la calle Juncal (entrada especial, discreta o secreta, la del pase y contraseña, la del sigilo), por Plaza Italia (la más urbana, la bulliciosa, la que usan los que vienen en colectivo, la que usan los que emergen del subte). Hay que agregar otra alternativa de acceso, el acceso desde abajo, desde el estacionamiento, previa sensación de apretura que no tarda en resolverse en altura y amplitud.
Benjaminiano por vocación, ensayé las cuatro variantes (y en verdad, ensayé las cinco). De todas, la que prefiero es la que menos he practicado (uno a veces hace lo que suele, a despecho de lo que prefiere): la de Plaza Italia (ni la del consulado, ni la del zoológico, ni la del aviso previo, ni la del garaje del subsuelo). La prefiero porque es la que queda más expuesta al ajetreo y el ruido y el ir y venir de la mucha gente, es la que entabla una relación más directa entre la Feria (aunque desde ahí hay un trecho más largo para llegar a lo que llamaríamos la Feria propiamente dicha) y el movimiento habitualmente urgido de la ciudad de Buenos Aires.
Llegando por ese lado, además, por el lado de Santa Fe entre Puente Pacífico y Garibaldi, es probable que nos detengamos en los puestos de venta de libros usados (esas ferias sin mayúscula que frecuentamos en Plaza Italia, Parque Centenario o Parque Rivadavia, y que son a la Feria con mayúscula lo que las ferias municipales callejeras son al Mercado Central). Es interesante lo que sucede si se hace de esos módicos puestos una especie de preámbulo de la Feria del Libro a la que nos dirigimos; porque al contrastarse, como se contrastan de hecho, lo resonante y lo atemperado, lo rutilante y la media luz, se advierte tangiblemente la coexistencia de temporalidades distintas para los libros y su circulación.
Estos libros, si son nuevos, lo son de manera irregular; en general, están ajados, puede que maltrechos; no exudan el divino olor a nuevo del papel por estrenar, sino otro que procura desalentar el husmeo de las ratas (ratas no de biblioteca); las luces embriagadoras del lanzamiento ya no los enfocan, más que lanzados, están caídos, caídos en el olvido o caídos en desuso (raro desuso: el del usado). Y es que la vida de los libros no está hecha solamente de aparición y presentación y novedad y acontecimiento; está hecha también (o está hecha sobre todo) de olvidos y rescates, de vueltas atrás y de relecturas, de murmullos laterales, de búsquedas a destiempo y hallazgos de lo que no se buscaba. No lo pienso como oposición a la Feria, sino a manera de umbral más que propicio; otra manera de entrar a la Feria, o de salir llegado el caso. Ese punto cardinal, entre los cuatro posibles.
La Feria del Libro ocurre, como digo, en un lugar impropio (porque el propio, ¿cuál sería?), suple bostas y silbidos por libros y mesas redondas; implanta nombres (nombres de salas) con un efecto rechinante que a mí personalmente me encanta. Es cierto que lo hace de manera transitoria, no menos cierto es que lo hace de manera regular: dura un tiempo y luego cesa, pero ese tiempo luego retorna. Me interesa pensar este lugar desde sus puntos de acceso y egreso porque me interesa pensarlo en relación con su entorno, y más aún, me interesa pensarlo en relación con su afuera. El afuera en el espacio y también, por qué no, el afuera en el tiempo.
Porque la Feria del Libro es, año a año, siempre un acontecimiento, siempre un suceso (en el sentido de “Sucesos argentinos”). Es un logro, no lo dudo, pero a ese logro cabe interrogarlo: ¿qué clase de relación se establece entre el recorrido ritual y masivo de los stands dispuestos en una ficción de calles y avenidas, centros y periferias, barrios o pabellones (azul, amarillo, verde, rojo) y el recorrido habitual por las librerías dispuestas allá afuera, en calles y avenidas reales? ¿Qué relación se establece entre la concurrencia a menudo nutrida a las conferencias o presentaciones o mesas redondas de la Feria y el resto de las conferencias o presentaciones o mesas redondas que ocurren acá o allá en distintos momentos?
A Hebe Uhart le debemos algunas observaciones memorables, del tipo: “Yo soy escritora solamente cuando escribo” o “No se nace escritor: se nace bebé”
Dicho de otro modo: ¿qué relación se establece entre el acontecimiento del año y el resto del año? Porque entiendo que lo deseable es que funcione ante todo como foco de irradiación, con una cierta onda expansiva; pienso por caso en las visitas escolares a la Feria, esa práctica llamada excursión pero que se resuelve más bien como incursión, ese ejercicio prometedor de deambular entre libros, interesarse o desinteresarse, distraerse o embolarse hasta que tal vez, de repente, algo llama la atención (o incluso marcharse sin que eso haya ocurrido, lo que es parte del asunto, ¿o acaso la vida no está hecha así: de encuentros y desencuentros?).
Pienso por caso en el fervor de asistencia de quienes acuden a escuchar un debate (si es que se da) sobre un determinado asunto o una exposición sobre un determinado tema -le hago aquí un lugar a un lejano recuerdo propio: fue en la Feria, allá en el Centro Municipal de Exposiciones, entre la Facultad de Derecho y el Italpark, vale decir: entre la ley y la diversión, donde escuché a Jorge Luis Borges hablando sobre Macedonio Fernández. ¿Se encapsula todo este entusiasmo libresco en ese tiempo de excepción de las tres semanas de Feria (una especie de feria judicial, pero a la inversa: no el lapso en el que se suspende todo, sino el lapso en el que todo se activa)? ¿Se cumple por así decir con la cuota anual de pasión (pasión en cuotas) para despedirse, al cabo del período establecido, hasta el año que viene, hasta el acontecimiento del año del año que viene? ¿O se hace hábito y se forman hábitos, en el sentido de Pierre Bourdieu, claro, pero también en el sentido en que la palabra designa una indumentaria y una constancia a las que no se deja sino colgándolas? (Me pregunto si cabe plantearse la misma cuestión a propósito del Festival Argerich, por ejemplo, o de cualquier otro acontecimiento cultural de esta índole).
La Feria del Libro es un fenómeno notable de concentración e intensificación, en un tiempo de vértigo y en un lugar transformado, de elementos que, con más discreción, incluso a veces asordinados, se encuentran en distintas partes a lo largo del año entero: sale un libro, está en librerías, en la vidriera o en la mesa de novedades o corridito un poco al margen; se hace una presentación: habla uno, habla otro, se aplaude, se ofrece un vino; se suceden las mesas redondas, las charlas, las entrevistas públicas, las lecturas en voz alta, los debates eventualmente álgidos. El gran mérito de la Feria del Libro no radica en la sustitución o en la excepción (al contrario, de ser así, fracasaría), sino en su eventual poder de realce y amplificación. La apuesta es que el realce habilite a ver lo realzado cuando ya no está realzado, a escuchar lo amplificado cuando ya no está amplificado. Si el acontecimiento del año durase todo el año, ya no sería un acontecimiento (y no habría forma de soportarlo: ¿doce meses de acontecimiento? No hay cuerpo que aguante).
Si el acontecimiento del año durase todo el año, ya no sería un acontecimiento (y no habría forma de soportarlo: ¿doce meses de acontecimiento? No hay cuerpo que aguante).
Lo interesante es ver de qué manera estos días tan de fulgor y frenesí del evento extraordinario traspasan a los días ordinarios, los días de tonalidad media, los días de ritmo común. Hay cosas que no se derraman (por ejemplo, la riqueza, pues los ricos nunca se sacian), pero hay cosas que en cambio sí, por ejemplo la frecuentación de los libros, la costumbre de leer, el gusto por la conversación literaria. Un indicio significativo al respecto son las jornadas destinadas en la Feria, justo antes de la apertura de puertas a las multitudes argentinas, a la selección y provisión de materiales para las bibliotecas populares de todo el país. La red de bibliotecas populares, concebida por Domingo Sarmiento, persiste a pesar de todo (ese todo incluye la desconsideración de algún gobierno reciente) y representa de por sí la intención de sostener una política concreta de acceso general a los libros, promover su asiduidad, procurar además un espacio destinado a la lectura (porque la teoría del cuarto propio puede admitir algunas extensiones, y dar con algún sitio tranquilo donde ponerse a leer no es un asunto menor. No habrá lector que lo ignore: siempre hay alguien que aparece, nos interrumpe, nos habla).
No se trata, de todas formas, en ningún caso, de moralizar ese gusto específico, el de la lectura, ni de seguir acumulando al respecto arengas o sermones entre edificantes y admonitorios; se trata apenas de estimular, tan ampliamente como se pueda, esto que en la Feria sencillamente sucede: rondar entre libros, entrar en contacto con ellos (incluso con esos que, por virtuales, le otorgan a la palabra contacto un sentido diferente), sin solemnidad, sin imperativos, sin aspavientos.
La Feria del Libro se colma entonces, cada vez, de autores, de editores, de traductores, de promotores, de difusores; se colma de visitantes o de paseantes, de compradores y de vendedores. Pero todas esas figuras, reunidas y combinadas, distribuidas y en entrevero, no hacen sino convocar otra figura, la que da sentido a todo: la figura del lector (pero quitemos la palabra figura y digamos directamente: el lector). ¿Y no fue acaso con un lector (con su figura, con su triste figura), que se fundó la novela moderna: con el Quijote enfrascándose en las novelas de caballería?
Y sin embargo, cada vez más, haciendo a un lado a Roland Barthes o pasándolo olímpicamente por alto, desleyendo acaso a conciencia su rotunda reivindicación del lector y la lectura, las ferias del libro y los festivales de literatura de todas partes tienden a constituirse ante todo como espacios consagrados a la presentación estelar de los Escritores (escribí la palabra con mayúscula), pasarelas para que desfilen, pedestales para que se yergan, escenas montadas para su figuración personal (la trampa de la noción de figura: el afán de figuración).
Aclaro, por si hace falta: uno también admira a escritores, y no fue sino en la Feria del Libro donde obtuve algunos autógrafos que por cierto atesoro. No es a eso, por lo tanto, a lo que me refiero, ni está en mí desestimarlo. En lo que pienso es en la tendencia de época a centrarse fuertemente en la escritura, en la escritura y en el Ser Escritor (lo puse con mayúscula), haciendo de la lectura apenas un insumo necesario a tal efecto, y eso incluso en el mejor de los casos, porque en otros casos se la considera eventualmente prescindible. ¿No pasa acaso con los lectores que son solamente lectores, que les preguntan: “Pero vos, ¿no escribís?”, como si fuesen seres menguados, seres truncos, incompletos, como si les faltara algo, como si ocuparan un estadio inferior en la escala en progreso de la evolución literaria?
Por algo ha sido en este tiempo que Ricardo Piglia escribió ese ensayo genial que es El último lector, porque es viable pensar que haya uno que podría ser efectivamente el último. Y por algo ha sido en este tiempo que César Aira escribió esa novela genial que es Varamo, la utopía de escribir una obra maestra cabal sin antes haber leído absolutamente nada (he citado a Piglia, sí, y he dicho genial, y de inmediato he citado a Aira, sí, y he dicho genial de nuevo; no es que no me gusten las grietas, pueden llegar a fascinarme, pero cuando no son entre explotadores y explotados a mi criterio pierden un poco la gracia).
La lectura tiene prestigio y recibe habitualmente panegíricos frondosos; pese a eso, o por eso mismo, parece mejor no confiarse y detenerse a examinar, más allá de lo que se declama, su relativa devaluación respecto de la escritura (y tanto más, del Ser Escritor). Por supuesto que el lector discontinuo ya existía, ¿o acaso no se ocupó Macedonio Fernández de eso en Museo de la Novela de la Eterna? Y por supuesto que la distracción del lector ya existía, ¿o acaso no se ocupó Witold Gombrowicz de eso en Ferdydurke? Y hasta pudo llegar a especularse con un cierto potencial crítico de la recepción en dispersión, ¿o acaso no es lo que propuso Walter Benjamin, si bien a propósito del cine, en La obra de arte en la era de su reproductibilidad tecnológica?
Pero estamos, según creo, en un punto algo distinto; acaso una proyección hasta el paroxismo del pispeo o la diagonal lectora o la repetición meramente de oídas, por la cual las palabras se invocan, se comentan o se defenestran, no ya fuera de contexto, sino ahora fuera del texto: sin leer ni tener idea del texto que compusieron o componen (quién sabe si no habrá de pasar eso mismo con esto que estoy diciendo, si es que no está pasando ya).
El no-lector encubierto, el que se pronuncia categóricamente sobre algo que en verdad no leyó, existe de larga data, existe desde que la lectura existe; lo que parece haberse modificado es que ya no precisa encubrirse. La lectura, elogiadísima en abstracto, se desestima en lo concreto. No es la literatura, un ámbito relativamente acotado, la que, según creo, se perjudica en mayor medida, sino más bien la discusión política, que hoy transcurre casi enteramente sobre la base de desconocer o distorsionar (o desconocer para poder distorsionar) lo que en verdad el otro dijo, o triturarlo hasta la frase suelta y quedarse meramente con eso.
La provisión de autores para la literatura contemporánea está cubierta, y hasta podría decirse que con creces; tan sólo porque se trata de un territorio vasto, muy vasto, vastísimo, no hay riesgo de sobrepoblación. El asunto, claro, son los lectores, y los lectores para esa cantidad de autores, ahí donde el deseo de la escritura se afirma como deseo de lectura, como deseo de ser leído, y no tan sólo de verse impreso, del nombre en la tapa, de la foto en la solapa, del vino en la presentación, del ejemplar en la vidriera.
Los lectores, la lectura: es ese el punto nodal de cualquier feria del libro, aun cuando en la Feria misma es difícil encontrar un lugar propicio para sentarse y ponerse a leer un rato (yo tengo uno pero, por razones de estrategia, de conveniencia, en fin, por egoísmo, me abstendré de revelarlo). Habría que concebir un deseo de llegar a ser lector, así como suele formularse el deseo de llegar a ser escritor. No basta con hacer que la letra entre (ni que sea con sangre, según se estila decir).
Además de las letras (lo digo yo, que estudié Letras), hay otros aprendizajes, que ustedes seguramente conocen, en el proceso de formación de un lector: aprender a concentrarse, a abstraerse del entorno, aprender a desconectarse (para poder conectarse con otra cosa), aprender, en fin, a estar solo. Es ese ejercicio soberano de corte y abstracción del entorno que describió a la perfección Alan Pauls en Trance (en una colección de autorretratos de lectores editada por Ampersand). Es eso que David Markson condensó tan exactamente en un título: La soledad del lector. Es La aventura de un lector que narró hilarantemente Ítalo Calvino, lo difícil que puede llegar a ser conciliar la lectura y la vida, porque a su héroe le encanta esa mujer que acaba de conquistar en la playa, pero no por eso se resigna a abandonar el libro que estaba leyendo entretanto.
Leer, vivir, en fin, un tópico: vivir lo leído (el Quijote), leer lo no vivido (Emma Bovary), elegir entre una cosa o la otra (Juan Dahlmann) o por qué no, nuestra utopía: vivir leyendo. El mundo (lo digo así, en forma genérica) siempre ha sido lo que esencialmente es: una especie de conspiración general, y apenas solapada, destinada a no dejarnos leer. A menudo son los mismos que fungieron de predicadores de la lectura (padres, madres, profesores, preceptores) los que luego, cuando leemos, vienen ¡y nos hablan!
El mundo como tal ya estaba configurado así: como una máquina de interrumpir. Pero probablemente nunca ha sido tan difícil como ahora conformar esa zona liberada (liberada para uno mismo) y ese tiempo liberado que el ejercicio de la lectura requiere; nunca ha sido tan difícil como ahora desconectarse (porque estamos, en sentido estricto, conectados siempre) para poder ponerse a leer. El lector salteado de Macedonio pega saltos actualmente en un mundo más salteado incluso que él; la mosca que distraía al lector en el texto de Gombrowicz son ahora millones de moscas (y decididamente, sí: millones de moscas pueden estar equivocadas, son gregarias y son tercas, se equivoca una y se equivocan todas). El arte de estar en otra cosa, que es la base del arte de la lectura, se vuelve ciertamente difícil, se vuelve casi imposible, cuando todo en realidad es otra cosa, cuando no parece existir esa cosa que nos permitiría estar en otra. Ya casi nada puede hacerse largamente y de corrido: ni conversar, ni mirar una película, ni ver un partido de fútbol, ni escuchar algún concierto, ni no hacer nada.
Cuando todo el mundo se vuelve un aparte, se complica el mundo aparte. Que es el mundo en el que leemos. De manera que cabría reformular el lema histórico de la Feria del Libro, o en todo caso ampliarlo o completarlo, y ahí donde rezaba: “Del autor al lector”, añadir casi a manera de comentario: “Y del lector al autor”. De manera que este factor, el de la reciprocidad, el que troca en ida y vuelta la impronta unidireccional, pueda modificar en principio la disposición imaginaria de ciertas típicas escenas de feria, como las charlas o las presentaciones o la firma de libros. Antes que escenas de exposición de autores para la contemplación en contrapicado por parte de los lectores, configurarlas más bien como lo que en definitiva son: espacios posibles de intercambio y de diálogo.
Del lector al autor, entonces: qué es lo que los lectores, cuando en efecto lo son, tienen para decirles a los autores (no hablo de ese clásico del chasco de eventos culturales, el del conferencista anónimo que se camufla en el público e impone una falsa pregunta de cuarenta minutos de duración; hablo del lector, hablo de los lectores). Del lector al autor y del autor como lector (el que, siendo autor, habla en tanto que lector), ese punto de convergencia o termofusión que tiene su manifestación consumada en los críticos literarios, esto es, en esos lectores que escriben sus lecturas (ni sus historias ni sus versos ni sus recuerdos ni sus vidas, sino sus lecturas). Vuelvo en las palabras, ya que no puedo volver en los hechos, a aquella conferencia de Borges en la vieja Feria del Libro. Que no fue sobre el propio Borges, en el estilo autorreferencial hoy en boga, sino sobre Macedonio Fernández, es decir, sobre otro y no sobre sí, sobre otro y no sobre Yo.
Está claro que Borges maniobró con total sagacidad en su caracterización general sobre Macedonio, incluyendo el repertorio de anécdotas personales, para hacerle un lugar a su propia literatura. Pero no dejaba, en cualquier caso, de proceder en esto como un lector, ya que fue ante todo como lector que forjó su lugar de escritor, así como procuró que la escritura misma se entendiera ante todo desde la lectura (escribir desde lo leído, la escritura como reescritura de lo escrito antes por otros, esa especie de credo borgeano que tan bien captó, entre muchos otros, Pablo Katchadjián). ¿Y no fue acaso ese movimiento prodigioso, ese juego entre autor y lector, el que concibió al concebir a Pierre Menard? ¿Y no fue acaso creando otro lector, un lector que antes de él no existía, como creó otra literatura, una que antes de él no existía?
Hay un texto desopilante (y a la vez un tanto desolador) de Hebe Uhart, sobre un congreso de escritores (Congreso, incluido en Del cielo a casa), en el que se suceden los tropiezos, los malentendidos, los pasos en falso, hay de todo menos glamour. Me gustan las sátiras así, esas en las que quien satiriza se incluye en lo satirizado, a diferencia de esas otras en las que se pone o se cree a salvo (pienso en Congreso de Hebe Uhart y pienso en Ejem de Sara Gallardo, donde se divierte con el falso estrellato de haber sido tapa de revista, o pienso en las novelas de Juan José Becerra: Toda la verdad y El artista más grande del mundo, en su visión antiaurática de la literatura). A Hebe Uhart le debemos algunas observaciones memorables, del tipo: “Yo soy escritora solamente cuando escribo” o “No se nace escritor: se nace bebé”; y le debemos también esa fabulosa conversión a comedia de un ritual habitualmente impostado, habitualmente destinado al destello estelar de los escritores. Al plasmarlo en clave de gag, al volverlo cosa de risa, Uhart nos libera de ese karma: el de tomarse demasiado en serio.
Y en su lugar, ¿qué pone o qué deja? En su lugar, a manera de verdad sencilla de los libros y la literatura apenas baja un poquito la espuma de las veleidades y los rencorcitos, lo que queda son los textos, los textos, las lecturas, los lectores, y los autores que, habiendo sido escritores solamente cuando escribieron, ahora no son sino lectores también, ni más ni menos que lectores.
El lema histórico de la Feria del Libro, que rigió hasta hace unos años, también puede leerse así: “Del autor al lector”, en el sentido de un pasar: pasemos del autor al lector. Escritores somos todos, por ahí no vamos muy lejos. Pongamos en juego, tanto mejor, los textos y los lectores. Esa escena, así dispuesta, es la escena de una conversación, la escena de una conversación literaria, tal vez de aquella “conversación infinita” que propuso Maurice Blanchot o tal vez de ese “boca a boca” al que apelan usualmente los editores cuando un libro que han publicado y para cuya difusión no pusieron un centavo, un libro que han publicado y cuyo autor no consiguió un amigo que le hiciera una reseña diciendo que el libro es genial, pese a todo, para su desconcierto, y según suelen decir, funciona.
La Feria, una vez dentro, resulta que es muy ruidosa también. A mí esa condición me parece adecuada.
A la Feria la concibo también así, como un espacio de conversación sobre libros, un lugar donde se habla. De ahí también mi preferencia por la entrada de Plaza Italia, porque es la más ruidosa. Y porque la Feria, una vez dentro, resulta que es muy ruidosa también. A mí esa condición me parece adecuada (no dije grata, dije adecuada), a mí esa condición me parece pertinente (no dije confortable, dije pertinente). En las salas montadas ad hoc, en el encastre siempre chingado del durlock siempre poroso, pero también en las salas macizas, las espesas, y ni qué decir en los silloncitos o los taburetes dispuestos en los stands abiertos, por así decir a la intemperie: hay que hablar en medio del ruido. A mí eso siempre me ha parecido bien (bien en el sentido de adecuado, bien en el sentido de pertinente).
La Feria en medio del ruido de la ciudad, las voces en medio del ruido de la Feria. ¿O no es ésa acaso la manera en que discurre el decir literario en el espacio más bien ajeno de la sociedad, de la realidad general? Las voces del decir literario no están en primer plano, no son las que preponderan. Lo que prevalece mayormente es la frase suelta de impacto, la frase drástica que sirve de título (de una nota o una entrevista que ya no hará falta leer), la frase asertiva tuiteable, la que ahora mismo me esmero por evitar. Las voces del decir literario, incluso cuando elevan su volumen, tienden a circular como un murmullo (“No siempre lo más importante que se tiene para decir es lo que se dice en voz más alta”, dijo alguna vez Walter Benjamin, y no lo dijo en voz muy alta).
Pienso así a la literatura, incluso a la más resonante: como un murmullo, persistente y sustancial, que circula con nitidez entre el ruido del vocerío. Vivimos tiempos de vociferación (parafraseo en versión libre a Walter Benjamin: cuando no se tiene nada importante para decir, se lo dice en voz muy alta). Pienso en una escena que imaginó Ricardo Piglia en Respiración artificial, la del encuentro entre Franz Kafka y Hitler, la idea de que Kafka “supo escuchar el murmullo de la historia”, la idea de que alcanzó a cifrar en su literatura, a manera de murmullo, el relato de lo que vendría.
No me estoy refiriendo ahora a esos casos en los que, en determinadas circunstancias, y en razón de diferentes factores, puede darse que un escritor o una escritora ocupen un lugar más o menos visible en la escena pública y, una vez ahí, tomen la palabra; eso de por sí es de otro orden, toca al lugar social que puede caberles a esos escritores como figuras públicas (si lo son), como intelectuales (si lo son), como activistas de alguna causa (si lo son), como presencias en los medios (si la tienen). Pero deja de cualquier manera pendiente la pregunta por la literatura misma, que es en lo que ahora me interesa detenerme, porque me interesa pensar a las ferias como ferias de libros y de lectores más que de mostración de escritores. Incluso en un modelo clásico como el de Sartre y su famosa teoría del compromiso, para quienes prefieran tenerla como marco, cabe hacer esa distinción conceptual: si la toma de posición la asume un intelectual, en tanto que tal, interviniendo en la esfera pública, o si es toma de posición en la propia literatura, en eso que los textos mismos (a menudo, más allá de sus autores, pero nunca más allá de sus lectores) hacen y dicen.
Entrevistas, mesas redondas, conferencias (como ésta), redes, artículos de prensa, debates en la televisión: no faltan ocasiones para pronunciarse y tomar posición. Pero no quisiera escindir ahora esas voces, y la sonoridad de esas voces, del murmullo de la literatura, el de los lectores y su lectura silenciosa, el de la ulterior conversación literaria, el de las discusiones y polémicas literarias incluso. Porque hasta Borges, que es nuestro escritor mayor, ese al que, puestos a leer, no se puede dejar de leer, padeció esa partición tan lamentable: se lo llegó a conocer más por sus apariciones en los medios que por la lectura escrupulosa y detenida de sus textos. Y es que, muy a menudo, lo primero, en vez de llevar a lo segundo, lo suplía.
Como ha planteado Luis Chitarroni: “Esta especie de fundición en una especie de monumento del escritor es lo que nos impide leerlos”. Podemos entonces, claro, pararnos en una tarima, convertirla en púlpito o en barricada y pronunciarnos sobre alguna buena causa, y todo eso tiene sin duda su importancia en la esfera pública, la tiene sin duda en el espacio de la circulación social de los discursos. Pero insisto en que, como estamos en una Feria del Libro, y ésta es su inauguración, no quiero dejar de preguntarme por la relación con los propios textos literarios, con las ficciones, con las conexiones posibles entre las ficciones y la verdad histórica, entre las ficciones y las ideas políticas, por la poesía y su espesor verbal, por los ensayos y su ecuación de afirmaciones y tanteos, por las lecturas de la crítica literaria (las lecturas que hace y las lecturas que recibe, cuando las recibe).
Y podría incluso, ya que me entusiasmo, plantear enfáticamente: ¿vamos a pensar y a discutir el huevo de la serpiente del aparato represivo del Estado sin Villa de Luis Gusmán, sin Aire tan dulce de Elvira Orpheé? ¿Vamos a pensar y a discutir ese tiempo, al que genéricamente da en llamarse los años ‘70, sin la trilogía de Alan Pauls: Historia del llanto, Historia del pelo, Historia del dinero? ¿Vamos a asomarnos a lo más escabroso, lo más siniestro, lo más oscuro de ese tiempo sin Informe bajo llave de Marta Lynch, y antes, sin La penúltima versión de la Colorada Villanueva? ¿Vamos a considerar la entidad misma de los desaparecidos (porque el dictador aseguró que no, que no tenían entidad, pero nosotros reaccionamos y se la dimos) sin Los planetas de Sergio Chejfec? ¿Vamos a pensar y a discutir esa trama política sin Nadie nada nunca de Saer, sin Glosa de Saer, sin Saer?
¿Y luego, en el traspaso generacional a los hijos, sin Los topos de Félix Bruzzone, sin Hasta que mueras de Raquel Robles, sin Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez, sin La casa de los conejos de Laura Alcoba? ¿Vamos a pensar y a discutir los dispositivos de poder, su lógica y su operatividad, sin los textos de Osvaldo Lamborghini, sin los textos de Alberto Laiseca, sin El beso de la mujer araña de Puig, sin “Esa mujer” y sin Operación Masacre de Rodolfo Walsh, sin Los Pichiciegos de Fogwill, sin El amparo de Gustavo Ferreyra, sin Hotel Posadas de Jorge Consiglio, sin el Delta Panorámico de Marcelo Cohen, sin Los daños materiales de Matilde Sánchez?
Esto que propongo no es una lista, es un mapa; tiene huecos, ya lo sé, por lo pronto es meramente argentino; y hay mapas no menos considerables que aportan coordenadas distintas. Lo sugiero, como suele decirse, para abrir la conversación. Las conversaciones de por sí no tienen por qué ser plácidas, armoniosas, edulcoradas ni orientadas por un afán de consenso. Las discusiones de tono subido, acaloradas como se dice, vehementes y hasta exasperadas, son formas de la conversación también (pienso en el vozarrón de David Viñas, pero también en las modulaciones suaves de Horacio González; pienso en la firmeza de la taxatividad de Beatriz Sarlo, pero también en la apelación al filo de la ironía de Tulio Halperín Donghi). El ruido de fondo de la Feria les brinda a las conversaciones un marco adecuado, como dije, porque no es sino en medio del vocerío general que los poetas miden versos o los liberan, que los dramaturgos montan o desmontan escenas, que los ensayistas ensayan, que los narradores traman ficciones con las que van a interpelar la verdad.
Ruido: la Feria es una feria, suenan voces de compra y venta, como suenan en todas las ferias. Para las de barrio se empleaba un término acaso exacto: “mercadito”. Literatura y mercado, entonces, o literatura y mercadito, que es su escala a menudo más exacta. ¿De nuevo con eso? De nuevo, sí. O mejor dicho: todavía. Las cosas no cambian cuando nos cansamos, cuando nos aburrimos, cuando cambiamos de tema; nos cansamos, nos aburrimos, cambiamos de tema, y las cosas siguen ahí, intactas, como si nada. La verdad nos fatiga a veces, pero no por eso deja de ser verdad. Esa verdad está en la Feria.
En 1938, Bertolt Brecht escribía: “La estética dominante, el precio de los libros y la policía han puesto siempre una distancia considerable entre escritor y pueblo”. La estética dominante, esa lucha de poéticas que transcurre entre las voces y las letras. La policía, o las policías, porque la vigilancia y la represión pueden asumir formas diversas. Y el precio de los libros, claro: por qué los libros tienen el precio que tienen y, ajustando aún más el enfoque materialista brechtiano: por qué el papel tiene el precio que tiene.
Del famoso prólogo a Los lanzallamas que escribió Roberto Arlt, pronto van a cumplirse cien años (faltan ocho, no es tanto tiempo). Cien años ya de Los lanzallamas y de varias de las Aguafuertes porteñas, textos en los que sabidamente Arlt le opone a ese Tótem, el de la literatura, ese Tabú: el del trabajo, el del dinero; hiriendo con esa impronta de materialidad profana el halo sacro de la espiritualización de la creación en sus alturas. ¿Cómo explicar, entonces, que al cabo de tanto tiempo ese tema en este ámbito pueda ser motivo de escándalo? Yo no lo sé. Pienso en Arlt y en las lecturas que de él hicieron, como críticos literarios, David Viñas y Ricardo Piglia. Y ya que estamos, en la manera en que el protagonismo de Viñas en Los diarios de Emilio Renzi de Piglia pone en juego una y otra vez la relación entre literatura y dinero. O bien, en otro tramo de esos mismos Diarios, la manera en que lo pone en juego Borges.
Porque en la anécdota formidable del regateo marcha atrás por su remuneración para ir a dar una conferencia a la Universidad de La Plata, lo que hay es ironía, discordancia de sí, un espectáculo íntimo de desapego intencional, pero no el escamoteo de esa cuestión, la del dinero, la de que, habiendo un trabajo, tiene que haber también un pago. Asunto obvio pero a menudo elidido, pues nunca faltan (o más bien sobran) los que intentan siempre pagar el trabajo lo menos posible, y si pueden no pagar nada, para ellos, tanto mejor. Por eso es tan interesante, según creo, encontrar las huellas de esta larga cuestión no sólo en Arlt, sino también en Borges (otro día, con más tiempo, podemos hablar del análisis crítico que hizo Fermín Rodríguez del cuento “El zahir”, o del momento en que Emma Zunz rompe el dinero que el marinero le dejó, o de la lectura que de “Emma Zunz” hicieron Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer).
Es un tema transitado, por lo que puede resultar un tanto desconcertante que al sacarlo se suscite escándalo. La Feria del Libro ofrece de hecho un marco especialmente propicio para considerar este asunto con buena resolución (resolución en el sentido en que se aplica a las imágenes cuando son nítidas, no a los problemas cuando se arreglan), porque es donde más elocuentemente se superponen, se entreveran, se estimulan, se molestan, se interfieren o se repelen las voces del mercadeo (a las que cabe escuchar, por qué no, como la estridencia crepitante de esas camionetas desvencijadas que pasan a puro parlante recorriendo los barrios, especialmente en las mañanas, con su: compro, señora, compro) y las voces de las conversaciones literarias (las impresas, las de los textos apilados en las mesas, y las pronunciadas en las numerosas actividades de las diversas salas a lo largo de los tantos días). Las fantasías de un afuera del mercado se revelan especialmente ilusas, no hay torre de marfil que aguante; y en vena netamente arltiana, cabe considerar que un lujo semejante sólo podrían procurárselo los previamente adinerados.
No se trata de escapismo (el gran Houdini sabía escapar, pero cobraba para que lo vieran hacerlo), ni tampoco de ese imaginario confrontativo que alentaron las vanguardias clásicas hace más de un siglo (y aun ahí, ¿cómo pensar el lanzamiento promocional que tramó Oliverio Girondo, puede que el más vanguardista de esa literatura no tan vanguardista, para la salida de Espantapájaros? Contracara de la discreción con la que Borges deslizó en los bolsillos de los sobretodos pertinentes ejemplares de su Fervor de Buenos Aires). La vanguardia actualmente existe, pero ante todo como fantasma (sigo en esto a Damián Tabarovsky en Fantasma de la vanguardia), por lo que antes que en el poder de choque de una fuerza de avanzada que declara abiertamente su guerra, entre otros enemigos funestos, contra el mercado, en lo que podemos pensar más bien es en ese “caballo de Troya” del que habló Héctor Libertella (a cuya autobiografía significativamente tituló La arquitectura del fantasma).
Ninguna torre de marfil, ningún paso a la ofensiva. El caballo de Troya que propuso Libertella encaja más perfectamente con el estado de cosas de la literatura en la sociedad, con el murmullo del decir literario, con el sigilo, con lo inadvertido, con lo desatendido. La literatura, de la que en general se habla bien, a la que se tiene en general por cosa buena, pero a la que se presta a veces una atención entre escasa y discontinua, o en todo caso un tanto errática, encuentra en el caballo de Troya eso que el propio Libertella alguna vez formuló como “pose de combate” (esa clase de verdad: la de la pose). Agazapados, camuflados, convirtiendo en una ventaja posible la desventaja inicial de pasar desapercibidos, la Feria puede ser un caballo de Troya con el que hacer que la literatura penetre en la ciudad, aunque también puede que haga falta un caballo de Troya para penetrar en la propia Feria, para recorrerla y para estar en ella.
Que esperen un poco los toros macizos, las vacas blandas, la tentación de la carne de la Rural. Le toca el turno ahora a este caballo de madera en el que nos cobijamos en pose de complot. Hacer del repliegue una estrategia, escabullirse. A Héctor Libertella le gustaba también la imagen del Salón Literario (otro bahiense, Ezequiel Martínez Estrada, bahiense por adopción, apeló a la misma imagen en el último discurso que dio: “Mensaje a los escritores”); pensar a la literatura entera metidita, sin mayores aspavientos, en un recodo de la jabonería de Vieytes, para imaginar por lo pronto un país posible (y aquí más porque, justo enfrente, estaba, como bien sabemos, la casa de don Juan Manuel de Rosas). Está el bullicio de los negocios. Está la industria grande, la de los stands empavesados y en extensión, y está el trajín de la tracción a sangre o el todo a pulmón de las editoriales más chicas compartiendo un mismo espacio entre varias (la moral del conventillo) o aposentadas en un lugarcito servicial (la ética del almacén de barrio).
Como sea, y en acumulación, crece el vocerío de la oferta y la demanda, del regateo fructuoso o infructuoso, del hallazgo del descuento, del chasquido del plin caja, de la aclaración de que va un señalador de regalo. Y en la parte de atrás, o en los resquicios, o en los rincones del comercio o de la jabonería de Vieytes, que era un comercio, se activa ese salón, el de la literatura, y más ampliamente el de los libros, entra y trota buenamente ese pingo, el pingo troyano en cuyo interior nos apartamos para leer o para escribir, o nos juntamos para hablar de eso que leímos o escribimos. Hay que aprender a hacer eso en la Feria porque así, aproximadamente así, si es que no exactamente así, circula la literatura en la sociedad.